Si mañana un terremoto
echara abajo el Coliseo de Roma, el montón de escombros estaría formado
por las mismas piedras que vemos hoy airosamente levantadas. Pero solo serían
piedras, no el Coliseo. ¿Qué añade el arquitecto romano a la piedra, para que
ésta se sostenga en el Coliseo? Es preciso afirmar que añade un orden particular,
algo tan evidente como inmaterial: sin orden, esas piedras no pesan más ni
menos, pero no se sostendrían sobre nuestras cabezas, y tampoco estas palabras
formarían este párrafo, ni los colores el cuadro.
¿Se podría decir lo mismo
respecto a la diferencia entre lo vivo y lo inerte? Parece que sí. Porque todos
los elementos que forman un ser vivo pueden ser reunidos en un laboratorio guardando
la misma proporción. Sin embargo, en el laboratorio, esos elementos seguirán
formando una mezcla inerte. ¿Qué le falta a esa mezcla? Uno de los científicos
más prestigiosos del siglo XX, el astrofísico Alfred Hoyle, se planteaba
el problema en estos mismos términos:
¿Qué distingue nuestro yo
animado de los objetos inanimados? Por descontado no son los átomos de los que
estamos formados, pues no existe ninguna diferencia entre los átomos de carbono
de un acantilado y los átomos de carbono de nuestros cuerpos; ninguna
diferencia entre el hierro de nuestra sangre y el de una sartén. ¿Qué provoca,
entonces, esa diferencia? Es evidente que debe tratarse de la ordenación de los
átomos.