Morir,
dormir, no despertar más nunca,
poder
decir todo acabó; en un sueño
sepultar
para siempre los dolores
del
corazón, los mil y mil quebrantos
que
heredó nuestra carne, ¡quién no ansiara
concluir
así!
¡Morir...
quedar dormidos...
Dormir...
tal vez soñar! -¡Ay! allí hay algo
que
detiene al mejor. Cuando del mundo
no
percibamos ni un rumor, ¡qué sueños
vendrán
en ese sueño de la muerte!
Eso
es, eso es lo que hace el infortunio
planta
de larga vida. ¿Quién querría
sufrir
del tiempo el implacable azote,
del
fuerte la injusticia, del soberbio
el
áspero desdén, las amarguras
del
amor despreciado, las demoras
de
la ley, del empleado la insolencia,
la
hostilidad que los mezquinos juran
al
mérito pacífico, pudiendo
de
tanto mal librarse él mismo, alzando
una
punta de acero? ¿quién querría
seguir
cargando en la cansada vida
su
fardo abrumador?...
Pero
hay espanto
¡allá
del otro lado de la tumba!
La
muerte, aquel país que todavía
está
por descubrirse,
país
de cuya lóbrega frontera
ningún
viajero regresó, perturba
la
voluntad, y a todos nos decide
a
soportar los males que sabemos
más
bien que ir a buscar lo que ignoramos.
Así,
¡oh conciencia!, de nosotros todos
haces
unos cobardes, y la ardiente
resolución
original decae
al
pálido mirar del pensamiento.
Así
también enérgicas empresas,
de
trascendencia inmensa, a esa mirada
torcieron
rumbo, y sin acción murieron.
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